Pautas

He venido a prender fuego al mundo (con su Palabra)


Hebreos 12,1-4 Lucas 12,49-53



Entremos en el santuario de nuestro corazón con la fe que nos la regala Cristo porque Él mismo la inicia y la llevará hasta su plenitud, si nosotros tenemos esa actitud de acogida a su Palabra, que es la zarza que nunca se apaga; sino hasta que nosotros lo queramos, esa zarza es un estado de vida de oración, a que Cristo nos llama, lo que la Palabra de hoy nos da a conocer que Cristo, es el camino, que debemos de seguir: Cristo, y esto exige la opción clara de ser cristianos en el mundo de hoy, que no es fácil pero con los ojos fijo en Él, todo lo podemos.

La palabra de Dios es dinámica y batalladora. Como una carrera, ante un estadio lleno de gente: nos contemplan miles de personas, nuestros antepasados en la fe y los contemporáneos: ¿cómo corremos? ¿Cómo recibimos y traspasamos el "testigo" de nuestra fe en esta carrera de relevos que es la vida de la comunidad? No resulta nada espontáneo ni cómodo ser cristianos. Muchas veces nos asalta el cansancio y el miedo, pero la fuente de nuestra fortaleza: "fijos los ojos en Jesús, como Pablo, pionero de la fe". También a Él, a Cristo, le resultó difícil cumplir su carrera, pero nos dio el mejor ejemplo de fe en Dios, y ella le dio la fuerza para seguir hasta el final, hasta la muerte. A nosotros nos invita a seguir el mismo camino: "corramos en la carrera que nos toca sin retirarnos... sin cansarnos, ni perdamos el ánimo... no hemos llegado a la sangre en nuestra pelea contra el pecado".

Seguir a Cristo requiere una opción personal consciente. En el evangelio de hoy nos lo dice el mismo Cristo con imágenes muy expresivas. No ha venido a traer paz, sino guerra. Es el mismo que luego diría: "mi paz os dejo, mi paz os doy", nos asegura que esa paz suya debe ser distinta de la que ofrece el mundo. Nos asegura que ha venido a prender fuego en el mundo: quiere transformar, cambiar, remover. Y nos avisa que esto va a dividir a la humanidad: unos le van a seguir, y otros, no. Y eso dentro de una misma familia. Cristo -ya lo anunció el anciano Simeón a María- se convierte en signo de contradicción.

Si sólo buscamos en el evangelio, y en el seguimiento de Cristo, un consuelo y un bálsamo para nuestros males, o la garantía de obtener unas gracias de Dios, no hemos entendido su intención más profunda. El evangelio, la fe, es algo revolucionario, dinámico, hasta inquietante.

Ser fiel a la Palabra de Jesús muchas veces también a nosotros nos produce conflictos. Estamos en medio de un mundo que tiene otra longitud de onda, que aprecia otros valores, que razona con una mentalidad que no es necesariamente la de Cristo. Y muchas veces reacciona con indiferencia, hostilidad, burla o incluso con una persecución más o menos solapada ante nuestra fe. Tener fe hoy, y vivir de acuerdo con ella, es una opción seria.

No se puede seguir la Palabra de Dios y la del mundo porque no se puede "servir a dos señores" (/Mt/06/24./Lc/16/13). Siempre resulta incómodo luchar contra el sentir ambiental, sobre todo si es más atrayente, al menos superficialmente, y menos exigente en sus demandas. La visión del mundo que Jesús nos va diciendo en su Palabra, tiene muchas veces puntos contradictorios con la visión humana de las cosas. Ser cristiano es optar por la mentalidad, sentir y tener los mismos proyectos de Jesús. No se puede seguir adelante con medias tintas y con compromisos no cumplidos.

La Palabra es un proyecto de vida para valientes que quieren ser felices. Que no nos exigirá el heroísmo de los mártires, pero sí nos exigirá siempre coherencia en la vida de cada día, tanto en el terreno personal como en el familiar o en la Comunidad o sociopolítico. Sería una falsa paz si quisiéramos lograr conjugar nuestra fe con las opciones de este mundo, a base de camuflar las exigencias entre ambas. La paz de Cristo, la verdadera, está hecha de fuego y de lucha.

“He venido a prende fuego en el mundo, ¡y ojalá estuviera ya ardiendo! desde luego no un fuego que destruye, sino aquel que genera una voluntad dispuesta a vivir con coherencia el Evangelio de nuestro Señor, aquel que purifica los vasos de oro de la casa del Señor, consumiendo la paja (1 Cor 13,12ss) limpiando toda ganga del mundo, acumulada por el gusto de los placeres mundanos, obra de la carne que tiene que perecer.

Este fuego es el que quema los huesos de los profetas, como lo declara Jeremías: “Era dentro de mí como un fuego devorador encerrado en mis huesos.” (Jr 20,9) Pues hay un fuego del Señor del que se dice: “delante de él avanza fuego” (Sl 96,3) El Señor mismo es como un fuego “la zarza estaba ardiendo pero no se consumía.” (Ex 3,2) El fuego del Señor es luz eterna; en este fuego se encienden las lámparas de los fieles: “Tened ceñida la cintura y las lámparas encendidas” (Lc 12,35) Porque, todavía, hoy en día es necesaria la lámpara. Este fuego es el que, según el testimonio de los discípulos de Emaús, encendió el mismo Señor en sus corazones: “No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?” (Lc 24,32)



Como discípulos Verbum Dei, deberíamos enseñar con claridad cómo actúa este fuego que ilumina el fondo del corazón humano, porque ya de eso tenemos experiencia ¿o no? Cuando el Señor llegó con el fuego de su Palabra (cf Is 66,15) para consumir nuestros vicios y todo lo que nos separaba de Él, para dedicarnos a la oración y Ministerio de la Palabra, nuestro carisma es el fuego que cuando lo damos colma con su presencia el deseo de todo hombre.



San Francisco Javier, misionero jesuita, poseía este fuego del que habla Cristo. Cuentan que cuando dormía se revolvía en la cama, como si tuviera pesadillas, y solía gritar «más, Señor, quiero más, más, más...» interrogado por sus compañeros, respondía que durante el sueño Cristo le solía mostrar lo que había de padecer en aquellas tierras de misión a donde pensaba ir. Francisco veía ante sí las humillaciones y las persecuciones, las hambres y los fríos, las soledades y las incomprensiones, y sabía que eran el bautismo y el fuego que Cristo mismo había tenido. Por eso pedía más y más.



Decididamente, Cristo no se toma a broma eso de la salvación y de la predicación del evangelio. Cristo nos habla de fuego, de deseo ardiente de consumir la tierra con su Palabra, de permanecer en oración continua, libre, sosegada, disfrutándola para sacudir al mundo de su indolencia y de su tranquila sensualidad. La Palabra no permite medias tintas. No es la versión endulzada de una vida tranquila en la que no se pasa de rezar de vez en cuando y de no robar ni matar a nadie. Cristo pide radicalidad en el amor y en el seguimiento de su mensaje, no tener miedo a ser incomprendidos, y al lanzamiento generoso de abrasar el mundo en el amor, en la defensa de la vida, en la promoción de una moral digna de un hijo de Dios, en la paz, en la honestidad y en la justicia. El amor es fuego, el amor verdadero desconcierta, rompe esquemas. El amor supera la razón. El amor es el fuego que hemos de traer a la tierra. Es la esencia de la llama, lo que la mantiene y permite que el mundo arda. El amor es lo que permanecerá después de muertos, por eso es más fuerte que la muerte. Todo lo demás desaparecerá incluso la fe, pues ya no habrá sentido para ella porque conoceremos a Dios, ni tampoco la esperanza porque ya habremos llegado a la meta. Sin embargo, el amor permanecerá para toda la eternidad. El amor es lo que necesitamos para quemar el mundo. El amor no se improvisa, es fruto de una oración profunda, es un ejercicio diario, desde una vida orante hasta horas de pasar frente al Sagrario, es esfuerzo continuo, de un trabajo escondido y generoso, es dar sin recibir y seguir dando después de no recibir, y seguir dando aunque nos cueste.

María, Madre de Amor y de Gracia, tú eres el fuego devorador que quemó todas nuestras culpas en Cristo y con Él, resucitamos a la Vida nueva, te pedimos que en nuestro corazón no tengamos miedo, prender el fuego de la Palabra, para que como tú guardarla y hacer de Ella, la zarza prendida que no se consume, y vivir de Ella porque es terreno de Dios, en la que Tú, solías permanecer y vivir feliz por generaciones.

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